Su increíble poder para evocar otros mundos, hacen de la
fragancia del copal un bálsamo para conectar con la armonía.
Algo particularmente hermoso ocurre con los sueños y el
sentido del olfato. Si lo hemos experimentado con un poco de suerte –y gracias
a la heurística de la ciencia– sabemos que el olfato es de todos el sentido que
nunca duerme. De ahí que los aromas evoquen recuerdos –quizá reminiscencias–, o
que funjan como umbrales directos a lo más profundo de la conciencia.
En Mesoamérica el peculiar olor –animoso y un tanto dulce–
del copal, dispersaba tantas metáforas como beneficios. Copal es el nombre
común de la resina aromática del Bursera, una familia de arboles sagrados,
endémicos de México. Suelen verse en selvas bajas caducifolias, esto es,
territorios donde la mayoría de los árboles pierden sus hojas inesperadamente
durante meses. En náhuatl, a este árbol se le llamaba copalquáhuitl y a su
ceniza copalli, mientras que en su uso sagrado era llamado iztacteteo, el “dios
blanco”.
El aroma del copal –el “incienso de la tierra“–, ha sido por
centurias un bálsamo universal para purificar y potencializar la abundancia. Se
percibía con gran frecuencia en las casas, templos y ofrendas de prácticamente
todas la civilizaciones prehispánicas. Se ha visto usado en conjuros de
protección y de manera más común en rituales mágicos realizados por sacerdotes.
Uso del copal en rituales
Para sociedades altamente espirituales como la azteca y la
maya, el aroma y estética del copal advertían una presencia numinosa. En
calidades ritualísticas, se ofrecía de comer a los dioses por medio de un
sahumador de barro. Éste se guiaba hacia los cuatro rumbos (del universo) y al
Sol, para finalmente descansar en un brasero donde se atizaba el fuego con
carbón. En ciertas oblaciones se colocaban fragmentos de la resina entre los
alimentos que formaban la ofrenda.
Flores, copal, hule, papel, comida y letanías convocaban y
elogiaban a los dioses para que aquellos respondieran al culto con beneficios
para la comunidad. Se sabe que los sacerdotes que guiaban las ceremonias,
sahumaban con copal varias veces a sus dioses y de esta manera erigían un
puente de comunicación con los mismos.
Sahumador para copal
Por ello es que tenía cientos de usos. Ya sea para
reverenciar a los númenes del maíz –y agradecer si se ha dado bien la cosecha–,
para hacer que del cielo bajara la lluvia, para velar muertes pero también para
recibir a sus muertos, en la incesante ceremonia del Fuego Nuevo –donde se
loaba principalmente la permanencia de Xipe Tótec, Huitzilopochtli,
Quetzalcóatl y Tezcatlipoca–, para honrar a los guerreros y valorar a los
líderes, en las fiestas del calendario adivinatorio, o como un método de
sanación y protección, el copalli nunca hacía falta. Se sabe, incluso, que en
recintos sacrosantos como lo era el Templo Mayor de Tenochtitlán, los braseros
con copal se veían arder toda la noche.
Esta forma de diálogo con el “padre-madre creador”, con los
elementos naturales vía el copal, podría parecer aunque común de escuchar,
difícil de entender hoy en día. Porque si algo de aquella fantástica tradición
se ha perdido es la incesante práctica de hacer la voluntad de la naturaleza.
El copal para la curación
El copal estaba presente, también, en la práctica de
conjuros. Acorde a la cosmovisión prehispánica, las enfermedades físicas,
mentales y espirituales descendían de la furia de los dioses de las nubes
cuando las personas arremetían su respeto –esto es, de las divinidades en
relación a los ríos, vientos, montes y fuegos. Para sanar a la persona, los
curanderos –que hasta hoy en día perviven, y lo hacen en la profundidad de un
secreto a voces– se ayudaban de comida, flores y principalmente el copal para
apaciguar a la divinidad vehemente. Se sahumaba también al paciente –justo como
podemos verlo hoy en día en lugares como el Zócalo capitalino–, preferentemente
en el sitio en donde el paciente había adquirido la enfermedad, sanándolo al
conjurar, mediante la ofrenda, la falta cometida.
Morral azteca para guardar copal
Estrechamente ligado al fuego –o a la incineración de sus
propiedades para mutar en otras–, este brebaje etéreo destina sus funciones
desde siempre a la armonía de los espacios, y del cuerpo y mente como canales a
esos espacios, vía la divinidad. De ahí que se considere una especie de
medicina para el alma y un mediador entre dos mundos –el material y el de los
espíritus.
Ennegrecidas por el fuego, las huellas del copal todavía
yacen en ciertos incensarios prehispánicos encontrados, como si sus cenizas
advirtiesen a un espíritu que no muere. Y afortunadamente no lo hace, hoy en día es muy común su ocupación para
hacer limpias energéticas a espacios o a personas. En la festividad de Día de
muertos, suele combinarse con mirra y “lagrimita” (una especie de resina), y en
conjunto se obtiene un olor más profundo, el ideal para recibir a nuestros
muertos.
Como muchos lo hemos experimentado, la liberación de su
fragancia es notablemente exquisita, aunque también se ha sabido preparar en
aceites esenciales y en té, según se dice, para todas las enfermedades que
nacen de causa fría y húmida. Otros de
los beneficios que se han encontrado en épocas más recientes es su increíble
poder para tratar la ansiedad, la depresión, la inestabilidad de la presión
arterial, el insomnio y los dolores de cabeza.
El aroma del copal es por sí mismo una presencia mágica.
Dotado de tantas bondades, resulta fácil especular que también se encuentra
rebosante de enseñanzas, una de las más hermosas: la necesidad cosmogónica de
seguir nutriéndonos –y curándonos– con lo que nos ofrece la tierra.
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